Bailar para ti... 6.
Una mano en mis hombros, temías que cayera al primer contacto. La otra despojándome del gel y de la toalla. Sin ser parte
de mi ropa, lo hiciste como si me estuvieras desnudando lentamente. Y sujetándome
de ambos brazos me guiaste hasta el banco de madera.
Me sentaste, porque yo no estaba en la tierra,
yo, no pertenecía al mundo, me había quedado enredada en tu cabello, viajando
tus gestos, acariciando con los ojos, tu sonrisa tierna.
Te arrodillaste ante mí y juro que deseé que,
enterraras esa cabeza, entre mis piernas, pero el tiempo se hizo esperar...
Cordón a cordón, aunque querías mantenerte
frío, tus dedos delataban el mismo balanceo inquieto de mi estomago, torpes,
temblorosos y tan encantadores. Ellos me desvelaban que, sentías el mismo miedo
que yo ante esas sensaciones nuevas.
Sorprendidos de cada sensación que se
despertaba, yo no sé tú, pero yo hubiera jurado en aquél instante, que jamás
había estado con ningún hombre. Y así, como me sentía, como te sentía... no
hubiera mentido.
El esfuerzo enorme de mantener el control con
aquellos enrevesados cordones, parecía que estuvieras desanudando, uno a uno,
mis segundos, mis minutos, mis horas, mis días, mi vida...
Yo me atreví a espiar por el hueco del cuello
de tu camisa.
Viajar como podía, lo que tus movimientos me
dejaban, el resto lo ponía mi imaginación, desde la garganta, hasta el ombligo.
Comiéndote la piel del torso con los ojos.
Creedme, que en esos momentos, lo último en que
piensas, es ver si tiene los abdominales perfectamente definidos. Lo que
quieres, lo que deseas, lo que te atrapa es querer navegarle la piel con tu propio
cuerpo, con la boca, que el calor de él, te envuelva y pagarle un precio justo
por ello... tu propio calor.
Por eso, ante la química, el físico no importa,
es más, llega a ser hasta un envoltorio que estorba a veces. Y sean cuales sean
sus formas, comienzas deseándolas y acabas adorándolas.
En la segunda bota, yo ya había abusado de ti,
me había atrevido a imaginar mi lengua y aliento, por tu pecho, pezones, incluso
me atreví a, morderte el pliegue del estomago. Deliciosa tortura la que me
estaba consumiendo.
Al tirar de ella suavemente, dejando que mis
pies volvieran a la realidad, con el frío del contacto con el suelo, frío y
calor... Me miraste y me pediste.- ¿Me dejas mirarte mientras te duchas?.
En cualquier otra situación, con cualquier
otro, me hubiera sentido intimidada, mi espacio se hubiera reducido, incluso me
hubiera ofendido. Allí y en ese justo instante, contigo arrodillado a mis pies,
era lo que más deseaba en este mundo.
Por si acaso protestaba o no te dejaba,
sellaste con un dedo mis labios, invitándome al silencio.
No iba a ser yo quien rompiera la magia con la
voz, así que besé tu dedo, para que supieras que sí, que el deseo estaba
concedido, para ambos.
Tomaste mi sitio, justo donde mi cuerpo había
estado, para sentarte a la vez que yo me levantaba. Y dándote la espalda,
dejando tu cuerpo atrás y llevándome tu mirada conmigo, avancé hacía la ducha,
parando y sin mirarte, no quería hacerlo, no quería mirarte, porque no hubiera
podido resistir alejarme de ti.
En esa parada, me bajé el culote lentamente, dejándolo
caer desde las caderas al suelo y te entregué la visión de mi cuerpo, con
naturalidad, sin límites, sin un atisbo de vergüenza, es más, era la mujer con
más poca vergüenza del mundo en aquel instante.
Silbaste... eras un provocador atrevido y yo
una pícara revoltosa, que quería envenenarte con mi culo, atontarte y seducirte
hasta que te sintieras igual, exactamente igual a mí.
Y me dirigí a la ducha, colocándome bajo ella,
queriendo que el efecto del agua helada, porque caliente no la hubiera podido
soportar, me castigara por ser ese bicho malvado que quería hacerte mío.
Mi razón aun asomaba y me decía, despierta,
despierta. Que idiota es la razón, en estos casos no se puede engañar a la
pasión. Pensaba que con el hielo, el impacto en mí, me hubiera bajado de las
nubes. La dejé vagar hasta que se diera cuenta de que era totalmente inútil.
Dejé caer el agua de golpe, con la fuerza máxima
de la presión, estaba claro, mi razón quería castigarme y el frio, lo que hizo
fue provocarme más, calentarme más aun... si se podía.
Sentir ese agua helada sobre mis pezones, de
frente a la cascada, en la cara, obligándome a cerrar los ojos y a abrir la
boca para no ahogarme. Cada poro de piel se estremecía hasta acostumbrarse a la
temperatura, erizando hasta mis venas.
Tuve que apoyar las manos en la pared. El
cuerpo no se acostumbra a la temperatura, hasta que no pasan trece segundos, al
menos el mío, trece segundos de placer torturado.
Mi cuerpo ya habituado, ahora, podía jugar a
seducirte, a provocarte, mi esponja era mi aliada, tu lengua y el gel, el
imitador de tu saliva. Y eso hice con ellos, jugar imaginando que eran ellas,
lavando y restregando, donde quería sentirlas más.
Mis pezones erectos, por el agua y por el
deseo, con círculos pequeños y grandes, incluso me atreví a sujetármelos, para
que mi mano y el antebrazo, fueran los tuyos, apoderándome de mis pechos, ambos
a la vez.
Sabía que estabas devorando cada segundo de
visión, que lo estabas explorando, eras el explorador y conquistador de mis
tierras prohibidas, por ahora, en la lejanía, descubriendo el sitio exacto que
querías visitar y con qué parte de tu cuerpo querías hacerlo. Mirarte un
segundo, entre las gotas de agua y ver claramente, que lo harías completamente
y con toda tu piel, incluso saborearías cada hectárea de tierra que pisaras.
Bajando lentamente, pero más decidida que
nunca, por mi estomago, directa a donde quería tus sacudidas, entre mis piernas.
La banda sonora del momento, antes lenta,
seductora, agonizante, ahora
transformada, en un cambio radical de tono. En una canción provocadora,
llena de movimientos contundentes, de golpes de caderas, de castigo agonizante
y maltratador, para llevarme al cielo en los siguientes segundos.
Es la misma sensación que cuando montas a
caballo, hasta que tu cuerpo no se acostumbra al trote suave, hasta que tu
cuerpo, no forma parte del animal, asegurándote de que no va a dejarte atrás
con su gran sacudida al viento. Todo es una melodía suave.
Suave y calmada, fusionando animal y humano,
atando al lomo, tus piernas. Y una vez que todo está conseguido, golpeas al
animal con los talones, suavemente, comienza el galope, preparando al aire, a
tu cuerpo, para la adaptación a la velocidad. Conseguido, aprietas más y más,
sacudes al animal, obligándoos a ambos, sin miedo alguno, a galopar fuerte, a
la máxima velocidad, para disfrutar de la sensación de romper el aire, el viento,
con vuestros cuerpos, hasta caer extenuados. En ese instante la música tiene
que ser de las que rompen en mil pedazos el viento y el alma.
"SoloAlas"...
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