Nunca
he podido con mis emociones, me cuesta tanto controlarlas, dominarlas...
imposible. A veces, necesitaba escribirme, contarme, explicarme a mí misma, y
si no lo hacía, por falta de tiempo o cualquier otro motivo. Mi pecho hervía a
fuego lento, hasta ahogarme completamente.
En
el único sitio en el que no sentí aquella necesidad, era mi "SoloAlas",
pero alguna vez, había pequeños síntomas de que iba a ocurrir. Mi jardín y mi
Neiko, borraban los rastros.
Todo
pasó sin buscarlo, ni siquiera lo había intuido, llevaba ya meses y meses que
no veía bien de cerca y estaba claro que necesitaba gafas, la única solución,
ponérmelas, porque lentillas ni se me ocurría.
Salí
de la óptica con las gafas en la mano, esperando llegar a casa para ponérmelas
delante del espejo.
Me
quedé parada, inmóvil, descubrí arrugas que no había visto antes, mis ojos ya
no tenían aquel brillo de la inocencia, mis labios... ya no eran tan carnosos,
la barbilla colgaba. Me enfrenté a mis años y en vez de agradecer el haberlos
vivido, lloré por mi juventud, añorándola, preguntándome porque se la
entregué... Porqué le di mis sueños, porque los cambié por los suyos...
Llegué
al "SoloAlas" en silencio, cosa de la que no estaban acostumbrados,
en silencio y llena de tristeza. Quería volver al abrazo de mi madre, aquel que
era lo único que quería el resto de mi vida, aquel calor humano, el amor
infinito a ella, me sentí la niña que olía su pelo. No podía ni hablar.
Me
duché y agarré uno de los kimonos negros, me vestí únicamente con él y dejé las
gafas enterradas en el bolso.
En
aquel momento yo me sentí en el sótano de la sala Infierno.
Caminé
directa al jardín, no quería sentir aquello, no quería adornar el techo de mi
"SoloAlas" con esa sensación, con sentimientos raidos.
Abrí
la puerta de cristal, mis ojos se inundaron del color de la madre y tuve que
cerrarlos, caminé a ciegas, no sé como lo hice, pero llegué al fondo. Recogí la
manta, la extendí, me desnudé, olvidando si las cortinas estaban echadas o no.
Y me tumbé extendiendo los brazos, intentando desplegar mis alas, pero me las
había dejado en casa, delante de aquel espejo...
Mis
ojos llegaron al cielo, traspasé la capa de ozono con ellos, crucé el universo
sin mirar el entorno y allí, donde no existe el fin, pero no hay absolutamente
nada... me quedé. Juro que no sé el tiempo, que no pensé en nada, que no sentí
absolutamente nada, hasta notar la piel de Neiko...
Hasta
tenerla completamente encima de mí, desnuda, con los brazos extendidos, pegados
a los míos y los dedos entrelazados. Mirándome de cerca, sonriendo, tan de
cerca yo no veía casi, así que mejor cerrar los ojos. Y eso hice.
Acercó
sus labios entreabiertos a los míos, aspiró lentamente hasta comerse mi
aliento. Su piel estaba ardiendo, la mía helada...
Y
con esa voz tan suave, me dijo una y otra vez, guapa... bella... dulce... nos
besamos lentamente, exploramos nuestras lenguas, jugamos a acariciarnos
únicamente con ellas. El mismo calor de su piel, jamás había probado una lengua
tan sabrosa, unos labios me habían quemado tanto.
Me
rescató del infinito, me atrajo hasta ella, hasta su cuerpo. Ya no pude parar,
nos hicimos un ritual mutuo, sin reglas, besando, comiendo, traspasando los
límites de la piel.
Su
besos bajaron por el cuello, mientras yo suspiré, lamió lentamente el recorrido
hasta uno de mis pezones, allí mordió, torturó, besó, hasta arquearnos ambas al
unísono.
Se
deslizo sin despegarnos ni un milímetro de piel, enredó mi pelo entre sus
dedos, mis piernas se abrieron por intuición y en aquel jardín fui acariciada
con unas alas en forma de lengua, húmeda y caliente.
No
fue comer, ella no me comió, me saboreó, tan lentamente, tan dulcemente. Me di
cuenta de lo poco que saben los hombres, comparándolo con una mujer. Ella no
mordía, ella acariciaba con los dientes y su lengua parecía eterna, no tener
fin cuando lamía de abajo arriba... y se transformaba en una lengua de serpiente,
llegando al clítoris, esa lengua tenía pequeñas plumas.
Mi
orgasmo fue intenso, tan intenso que perdí la conciencia segundos. Y se lo
bebió, aspiró de la misma forma que lo hizo en mi boca y con el sabor todavía
en los labios, subió hasta los míos para que yo me probara, en ella.
Mis
ganas aumentaron, quise devolver el regalo y en aquella posición, boca arriba,
tiré de sus alas, hasta sentarla encima de mi boca.
Arrodillada,
completamente dispuesta para mi, frente a los cristales, rotando su pelvis, la
disfruté en la misma forma que ella lo hizo conmigo. Lamiendo con mis alas en
forma de lengua, pequeñas plumas, incluso terciopelo, mis dientes... mordían
con muchísima suavidad.
Ella
también se derramó para mi, he inundó la boca de caramelo líquido, fue tal
placer, que obtuve... mi segundo orgasmo.
Abrí
los ojos, ella me miraba sonriente desde arriba, con la cara desdibujada por la
pérdida de la cordura.
Sus
pechos preciosos, su piel trasparente con el tacto del terciopelo, acaricié y
acaricié, nos llevamos al orgasmo una y otra vez, con los dedos, con la lengua,
hasta quedarnos exhaustas.
Mirando
el cielo, me besó en la cara.- No estés triste Cris. En ese momento me enamoré
profundamente, de la vida.
Y
se levantó de allí, se marchó desnuda, en silencio, yo no podía ni moverme,
estaba alucinada.
Alucinada,
hasta que una entrada apresurada, la voz de Patricia, riendo, medio gritando.-
Menudo espectáculo nena, no estaban cerradas las cortinas y cuando me he dado
cuenta, placientes y musas tenían pegadas las narices al cristal, completamente
en silencio. Te juro que he intentado cerrar, pero no he podido, me he quedado
inmóvil, admirando como dos pájaros hacían el amor en pleno cielo.
Juro
que me importó un bledo.
No
quedaba ni rastro de aquella sensación que me llevó al jardín, me levante y
completamente desnuda, le di la mano a mi Patricia, nos abrazamos y salimos de
allí, ella no paraba de darme besos en la cara, diciendo.- Que te quiero,
leches.
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