Mi
hermana se encargó de ello, removió cielo y tierra para conseguirla.
Tocaba
discutir precios y cantidades, nos excedíamos, no escatimábamos, descontrolando
el presupuesto del proyecto.
Para
eso, la única, la mejor… mi hermana, Marivi, nadie como ella sabe de cuentas,
de administrar y de sacar de donde no hay. Y nos la llevamos a nuestro mundo.
Me
encantaba ver su cara cada vez que entraba a una sala. Yo entusiasmada, narraba
cada ritual estrella, sin dejarme atrás los detalles, nos divertimos mucho,
tanto como cuando éramos pequeñas y jugábamos.
Cuando
llegamos al jardín Zen…
A
mi hermana se le llenaron los ojos. Ya desde el exterior, acarició en silencio
el cristal, hasta rodearlo por completo. Cuando se detuvo, adivinó la puerta
sin yo decirle nada, empujó suavemente, se introdujo en silencio, miró cada
rincón y alzó la mirada.
Y
así, mirando el cielo… dijo, esta es la sala Sorpresa…
Nos
miramos y cuando mi hermana y yo, nos miramos, nos entendemos a la primera,
sonreímos y la dejé explicarse. Podéis sacarle rendimiento... y tanto.
Solo
se necesitaban cortinas externas, cortinas a modo de visillos blancos, que
pudieran correrse cuando la sala era requerida y recogerse cuando quisiéramos.
Los
cristales con efecto espejo, eran perfectos. Desde el interior no veías las
cortinas, y podías observarte en cualquier pared.
De
noche el jardín se iluminaba con la luz de la luna, las estrellas y farolillos
de piedra calada, con grandes velas en el interior.
No
podíamos tocar nada del jardín, tenía que usarse tal cual, de ahí surgió mi
duda.
.-
¿Dónde tumbábamos al placiente?... su respuesta me dejó perpleja.
.-
En el césped. Solo necesitáis cubrirlo con una manta del mismo tono, manta de
pelo que imitará el césped.
La
temperatura dentro, era siempre la misma… perfecta, fuera la época que fuera.
Quise
confiar en ella y lo hicimos…
La
sala sorpresa era de ella, ella debía elegir a la musa. Debía imaginar el
ritual, y lo hizo en aquel jardín, a solas, durante horas…
Salió
de allí y volvió a sorprenderme, la musa… la musa ya la teníamos, Neiko, mi
Neiko.
Algunas
de las musas, venían, trabajaban y se marchaban, no querían inmiscuirse, es más
no querían que nadie de su entorno, conocieran donde trabajaban.
Neiko
era una de ellas, sabía muy poco de ella, solo supe de su cuerpo, de sus alas…
Hasta
aquel día, nos reunimos con ella en mi despacho para proponérselo, debía
alternar ambas salas, eso significaba más trabajo, pero también más dinero.
Neiko,
susurró un sí rotundo, con una sonrisa amplia, con un entusiasmo que yo no
esperaba, por su seriedad continua, por su distancia siempre que tratábamos con
ella.
Todos
lo tenemos claro, muchas personas van con el brazo extendido por delante,
parando el contacto continuamente, no dejando traspasar mas allá de sus ojos,
limitando su terreno, marcándolo continuamente.
Y
yo creí que Neiko, al menos era lo que nos había hecho creer hasta ese día, era
una de esas personas.
El
estar con ella los siguientes días, nos hizo descubrirla, saber de ella. De su
belleza externa e interna. Neiko no abrazaba, pero te envolvía con sus alas…
Nació en Xinyang,
llevada a un orfanato, como tantas niñas chinas. Orfanato por suerte, vigilado
y controlado por el gobierno, estuvo libre de torturas, mugre, falta de
alimentación, de que la ataran a la cuna, por una sabana vieja y roída.
Fue
adoptada por una familia española, con tan solo diez meses.
Esa
familia no podía quererla más, orgullosos de la capacidad y sacrificio que
mostraba ante los estudios, luego con el tiempo y una vez sacada la carrera de
Psicología, Neiko se dio cuenta de que lo que le llenaba, era el erotismo.
Investigando
sobre sus raíces, descubrió el magnetismo del erotismo oriental, las reglas y
los sacrificios de los amantes del sexo y pasión. Sin poder evitar adentrarse
desde la lectura en aquel mundo, deseo como una loca ser una geisha, viajar
tiempo atrás, para saborear aquella cultura y pertenecer a ella.
Viajó
con su hermana, pasaron allí más de dos meses, rindiéndose ante la añoranza de
los suyos y el amor a la libertad que sentía en España... regresaron, y lo
hicieron llevándose de allí los tatuajes, para no olvidarlo jamás.
Cuando
la elegí y le expliqué el trabajo, los rituales… su alma se ensanchó, su sueño
se cumplía y aquí, en nuestro país, en nuestro "SoloAlas".
Tenía
los componentes perfectos, el amor al trabajo, conocimientos de las emociones,
sensaciones, del comportamiento del ser humano, gracias a su carrera… y lo
mejor de todo… el cuerpo, la piel y las alas, admirables. Que bonita es la
sonrisa de mi Neiko.
Nuestro
Jardín Zen y sala Sorpresa…
Un
estrecho camino, bordeado por piedras, colocadas en perfecta sintonía. A ambos
lados el mar de arena y graba, rastrillado perfectamente. Con pequeños
montículos de hierba y musgo, simulando diminutas islas.
Escondidos
y figurados, en rincones estratégicos, los asientos en piedra, y faroles
tallados.
Al
llegar al centro un pequeño estanque lleno de pequeños peces, en tonos
anaranjados y rojos. Al fondo, arboles, sauces y setos recortados, dibujando
siluetas que imitan el viento. Bajo los pies de los arboles, Zoysia japónica,
un pequeño manto de césped, donde celebrar el ritual.
La
melodía… el silencio.
El
ritual de la sala Sorpresa… Sonrisa…
Adentrábamos
al placiente cubierto con un pequeño kimono en seda negra. Bajo el kimono, la
piel…
Lo
dejábamos acostumbrarse al entorno, a la luz si era día, a la penumbra de las
estrellas y velas, si era noche. Encontrarse consigo mismo, que su mente se
elevara, abandonando el cuerpo.
Extendidas
las cortinas, Neiko entraba sigilosamente,
sonriendo, porque no podía evitarlo, completamente desnuda, ni un solo
adorno, solo su melena negra azabache, le llegaba a la cintura y sus tatuajes.
Caminaba lentamente hasta el encuentro con el placiente. Le miraba directamente
a los ojos, sonreía abiertamente, respetando la meditación, el encuentro del
placiente con la naturaleza y con su alma… ahora con su cuerpo.
Tras
los setos, la manta… ella la recogía, la extendía e invitaba al placiente a
tumbarse, se situaba al lado, los dos boca arriba, admirando el cielo. Segundos
y las alas de Neiko, acariciaban el lateral derecho, masajeaban, sin aceite
alguno, saliva…
Lengua
y deslizaba sus pechos, de arriba abajo, luego la pelvis. El aceite ahora…
fluido femenino.
Después
del lateral derecho, se situaba encima del placiente, a la altura del pecho, y
una vez lamidos, uno a uno los dedos del placiente, invitaba a acariciarle los pechos. Así, en
esa postura, imitaba que cabalgaba sobre su pene, frotando y rozando el
clítoris con el pecho del placiente, sin dejar de soltar jamás la mano del
placiente acariciante. Sujetaba uno de sus dedos y dibujaba su destino sobre la
piel de Neiko, ella le guiaba, humedecía el dedo con su fluido, luego lo
llevaba a su boca y mojaba mientras se probaba a si misma… Vuelta a bajar, para
acariciar el clítoris, hasta conseguir la lluvia del orgasmo, en la piel del
placiente. El nuevo aceite…
Neiko
bajaba el mar de aquel cuerpo, deslizando su piel, y parando en los sitios
exactos, para que el placiente se volviera loco… Y loco gemía.
Pasaba
al lateral izquierdo, el mismo ritual que en el derecho, lengua, pechos,
vagina, por cada milímetro de piel.
Volvía
a subir encima del placiente, pero esta vez de espalda, situada encima de las
piernas y desde ahí, acariciaba los pies, encorvándose y dejando ver… al
placiente aquella imagen. Un culo perfecto, un coño perfecto…
Subía
lentamente en la misma postura hasta rozar el pene erecto con su culo y desde
ahí en esa postura, masajeaba rodillas y piernas, sin dejar de mover las
caderas en círculos. Si el placiente iba más allá… intentaba introducir, como
una gacela saltaba, hasta situarse de pie, darse la vuelta y sonreírle.
Continuar por otro camino de piel.
Pero
si las cosas iban bien, Neiko se elevaba solo lo suficiente, para saltar el
pene y volver al pecho del placiente a la altura perfecta para sujetar sus
brazos con las piernas y que este, no pudiera llegar donde deseaba con la boca.
Desde
aquella postura, con el pene señalando el cielo, Neiko le invitaba a llegar al
clímax, utilizando ambas manos, magistralmente.
Una
vez llegado el éxtasis, volvía a tumbarse al lado del placiente, acariciando la
sien con una mano y limpiando los restos, con la otra, sin dejar de sonreír,
besaba en la cara a modo de despedida y salía en silencio, dejando al placiente
de nuevo… consigo mismo.
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